Por Gabriel García Márquez, 1982
Texto extraído de Lecturas Dominicales, revista dominical del periódico colombiano El tiempo.Alberto Irirarte Rocha -que así se llama, aunque tal vez él no lo sepa- nació en Bogotá en 1920. Sus compañeros de colegio lo llamaron Mefisto, y así se quedo para siempre, por el engaño de sus ojos luciferinos que nada tienen que ver con su alma.
En su primera juventud fue un arquitecto con los pies sobre la tierra que vivió en París y Carácas, y trabajo con Sert en Nueva York. De pronto, sin que mediara ninguna desilusión, se dejo crecer la barba y se vistió de profeta, y se fue a vivir en Envigado, un lugar idílico de la cordillera colombiana donde se dan silvestres las muchachas bellas.
Como sus contemporáneos, los monjes del siglo XVI, tratando de esconderse del mundo, se encontró con la vida.
Lo único que se reservó de ella, sin embargo, fue su propia intimidad. Se levanta a las seis de la tarde. No ha vuelto a leer un periódico, y en sus horas de trabajo no hace mas que leer y escuchar música. Pero en sus horas de ocio, pinta. Como lector, considera que todo libro necesita por lo menos un siglo de existencia para merecer la gloria de ser leído. En pintura tiene un criterio mas drástico: nunca ha pintado un cuadro que no se ciña a las normas establecidas por el Concilio de Trento.
De modo que su obra esplendida y escasa mas bien un acto de purificación de un hombre de otro tiempo, empeñado en la tarea solitaria de inventar otra realidad para existir en ella. Porque en la nuestra, a decir verdad, no estoy muy seguro de que exista.
Más sobre A. Iriarte aquí.
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